La II República y la Guerra Civil (1931-1939)

Los quince meses que transcurrieron entre enero de 1930 y abril de 1931, fecha de nacimiento de la II República, evidencian la ineficacia de los gobiernos de parcheo del general Dámaso Berenguer y del almirante Juan Bautista Aznar, incapaces de apuntalar la militarizada monarquía. En medio de crecientes críticas al régimen y a su cabeza visible, Alfonso XIII, el ensamblaje de fuerzas de la oposición gestado en el famoso Pacto de San Sebastián, junto al desgaste de imagen dentro y fuera de España motivado por desafortunados sucesos como los de Jaca y Cuatro Vientos, acabaron por descomponer el endeble panorama peninsular.

Así se comprende cómo unas simples elecciones municipales convocadas para el 12 de abril, desvirtuaron su sentido para convertirse en un auténtico plebiscito a favor o en contra de la monarquía alfonsina. El triunfo de las candidaturas republicanas en los principales núcleos de decisión (las ciudades) provocó la inminente expatriación del monarca y la proclamación ilusionada de la II República, sin ruido de sables ni derramamiento de sangre. Este advenimiento pacífico, al igual que la experiencia similar decimonónica, se contrapone a su cruento final marcado por tres años de enfrentamiento civil, el elevado precio del derribo de la legalidad republicana (la “muerte noble”, a que alude Edward Malefakis en comparación con sus homónimas europeas).

Dentro del periodo que comprende la clasificación convencional en dos epígrafes de contrastado signo (Bienio Reformista y Bienio Restaurador), más un agitado semestre frentepopulista que desembocaría en la guerra, descuella la etapa republicano-socialista de 1931 a 1933, empeñada en la ardua tarea de modernizar España. En este compromiso reformador se inserta la Constitución democrática aprobada en diciembre de 1931, un texto representativo de los avances jurídicos del momento, con especial sensibilidad hacia la cuestión social y los derechos de los ciudadanos, regulados de manera pormenorizada frente al laconismo habitual.

La reforma militar acometida por Manuel Azaña, tendente a racionalizar un Ejército anticuado e hipertrofiado; la controvertida reforma religiosa, ideada con la pretensión de regular al fin las relaciones entre la Iglesia y el Estado, pero desde un apasionamiento anticlerical que confundía el laicismo con el cobro de facturas pendientes; la novedosa apuesta en la estructuración territorial por el Estado integral y autonómico, comprobadas las fisuras del centralismo y de la solución federal; o los conatos parciales de reforma agraria, un retoque superficial a la desequilibrada estructura de la propiedad de la tierra, son algunos ejemplos reseñables de la aludida vocación reformista y de las contradicciones inherentes a una “República democrática de trabajadores de toda clase”, como la bautizaron entre Francisco Largo Caballero y Niceto Alcalá Zamora.

La rebelión militar de julio de 1936 extendida desde Marruecos a la península, fruto de una conspiración en la que participaron José Sanjurjo, Emilio Mola, Francisco Franco, Gonzalo Queipo de Llano, Galarza y otros oficiales, supuso el estallido de una Guerra Civil más larga de lo imaginado por los insurrectos, desbordados ante el cariz del choque bélico. La resistencia republicana, especialmente férrea en Madrid, Cataluña, Levante y algunos puntos del norte peninsular, trastocó los cálculos iniciales y obligó a los sublevados a cambiar el guión y convertir un clásico pronunciamiento en lo que ellos denominaron “cruzada del Glorioso Alzamiento Nacional, orientada a la reconstrucción espiritual de España frente a las hordas marxistas”.

La sociedad civil de ambos bandos sufrió los rigores de una guerra incomprendida, que los dividió en dos frentes irreconciliables. La desarticulación de la España republicana promovió ensayos de revolución social y política, al amparo de la socialización de los medios de producción, las colectivizaciones agrarias y el control obrero de la industria y la gestión de los servicios básicos. Por su parte, en el lado opuesto, la construcción del nuevo Estado, una simbiosis político-religiosa de difícil catalogación, ocupó los desvelos de la Junta de Defensa Nacional y de Franco en concreto, a quien disposiciones de 1938 y 1939 (30 de enero y 8 de agosto, respectivamente) designaron jefe del Estado, del gobierno, del partido único (Falange Española Tradicionalista y de las JONS) y de las Fuerzas Armadas, con carácter vitalicio. La ayuda germana e italiana a las tropas franquistas, más importante que la soviética obtenida por Juan Negrín (en 1936 ministro de Finanzas del gobierno presidido por Largo Caballero) ante la negativa oficial a intervenir en la contienda de británicos y franceses —al margen de los miembros de las Brigadas Internacionales—, fue determinante de cara al resultado final del conflicto.

La victoria franquista, anunciada con solemnidad el 1 de abril de 1939, más que la paz inició una dura posguerra en un país arrasado y con un elevado balance de pérdidas humanas y materiales. La regresión económica, a tono con la involución de la estructura de la población activa hacia el sector agrario, irá acompañada de una política represiva, difícil de cicatrizar en la sociedad española.

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